Adaptarse o morir

Tras diez años de monotonía (y no exagero), el viernes hice una locura. Tampoco fue muy drástico, porque no hay mucho material con el que trabajar ("¿tienes el pelo transparente?", "llevas la loncha de jamón pegada a la cabeza"...), pero lo hice: cambié de peinado.

Y por la noche, recién salido de la peluquería (del barbero, más bien), me fui a ver un monólogo como viene siendo habitual viernes sí, viernes no. Me puse guapo (es un decir) y me presenté con mi flamante peinado nuevo sin decir nada a mis amigos. Obviamente se dieron cuenta, y para mi sorpresa todas las reacciones fueron positivas. La primera había sido la de mi madre en casa, pero esa no cuenta. Al fin y al cabo, es mi madre. Qué va a decir la mujer.

La pena es que no viniera por la noche la guapa hermana de Ximo, el compañero de trabajo con el que salí el viernes pasado, ni la aún más guapa amiga de la hermana. Hubiera sido una buena ocasión para conocerlas un poquito más. Aunque Ximo, que de esto entiende, me dijo que entre la ropa nueva y el pelo, yo estaba irreconocible (en el buen sentido).

Así que me reí mucho esa noche, pasé un ratillo agradable con un grupo numeroso de gente y seguí tanto entrenando mis oxidadas habilidades sociales como alimentando mi tan necesitado ego. Y cuando salimos del local, había un par de personas de estas tan amables que te regalan cosas sólo porque sí. No acierto a adivinar lo que me dieron, aunque en un principio parecían bolsitas de cacahuetes. Pero no, tiene que ser otra cosa, y el caso es que no sé el qué. Es como si hace mucho tiempo hubiera visto algo parecido...

Pero nada, que no me acuerdo. Iba a tirarlos, pero creo que los guardaré en un cajón por si acaso.